por Gabriela Urrutibehety
El lector que escribe un diario lee “La Casa de la Mezquita”, de Kader Abdolah, un escritor iraní exiliado en Holanda que escribe en neerlandés. La historia está ubicada en Irán, durante los años de la revolución del ayatola Komeini y tiene como protagonistas a la familia que vive en la casa aledaña a la mezquita o, mejor dicho, de la que la mezquita forma parte.
El libro se abre con una especie de árbol genealógico que el lector elige leer al final: en él se presentan los personajes con un epíteto que, en algunos casos, los ubica en una dimensión que tiene un toque de mítico o legendario: Fagri Sadat es “la mujer que caza pájaros”, Nosrat “el hombre que con su cámara captura los acontecimientos” y en la punta del árbol de personajes está ubicado el grajo, el pájaro que canta en el lugar. En ese mismo camino, piensa el lector, se orienta la anécdota inicial: “de pronto, un enjambre de hormigas surgió de debajo de los viejos muros y cubrió con un movedizo manto marrón el zaguán, junto al añoso cedro”. Sin embargo, lo que sigue es un cruce entre lo que le pasa a la familia que vive en la casa de la mezquita y lo que sucede en el país, algo que suelen hacer habitualmente los escritores norteamericanos, piensa el lector que escribe un diario, por más que el estilo sea diferente. Fragmentos del Corán escanden muchos de los episodios y, como aclara el autor, algunos capítulos empiezan con letras del alfabeto árabe, como sucede con algunos pasajes del Corán. El Islam está presente desde el nombre del libro, aunque el lector que escribe un diario se niega a pensar la literatura como un medio de información al estilo “conozca cómo es el mundo musulmán” que ha leído en algunas críticas a la novela.
La narración se centra en Aga Yan, el responsable de la casa, fabricante de alfombras y hombre influyente en el zoco de la ciudad de Seneyán. Sin embargo, es un hombre sabio al que se le escapa la realidad. Así como el sobrino lo obliga a mirar -en secreto- la trasmisión de la llegada del hombre a la Luna, los cambios que suceden en su país y en los habitantes de su propia casa le pasan inadvertidos y paga por ello.
La primera parte de la novela habla de un pasado feliz, de un mundo ideal en el que la casa de la mezquita vive una edad de la inocencia que, tal como la anécdota de las hormigas, será invadida más temprano que tarde. Un mundo tradicional, que rechaza la modernidad que el Sah, aliado de los norteamericanos, intenta promover en el país. Un mundo en el que las mujeres son casadas por el patriarca con el que viene a pedir su mano, si es que tiene buenas referencias. Un mundo en el que no hay radio ni cine y que para cada ocasión se tiene a mano un pasaje coránico. Un mundo alegre y despreocupado, ordenado y limpio.
Algunos personajes de la familia atraviesan los muros y traen aires diferentes del exterior. Son personajes que viajan desde o se van a Teherán, a Qom o saben lo que pasa en París: hay entre ellos opositores al gobierno pro-norteamericano de izquierda y de derecha (¡ay, las simplificaciones!) que intentan despabilar un poco a Aga Yan, hombre de influencia en la comunidad. Son las voces que hablan de la política y de los hechos históricos. Pero también está la voz de Jodsi, la loca, un personaje interesantísimo aunque apenas esbozado que trae la voz del futuro sumergida en la retórica de la clarividencia.
La segunda parte de la novela habla de la catástrofe. De la muerte. De la delación. Del terror. De la realidad que le cae a Aga Yan con ferocidad: el lector que escribe un diario no puede dejar de pensar en la escena de un padre recorriendo las montañas en la noche buscando una tumba para su hijo. El reclamo por cuerpo sin tumba. Como Príamo, como Antígona. Como las Madres. Sobre el final, la marea se aplaca, se calma. Un final manso, con un personaje inesperado y con la puesta en letra de una recurrencia: Shabal, el que será quien narre la historia, habla de su decisión de escribir en la lengua del exilio. “No sé si alegrarme por ello o pedir perdón”, dice, en una puesta en escena autobiográfica. “Las cosas han sido así y yo no he tenido fuerza para que fuesen diferentes. Ha sido mi salvación. Era la única forma de poner en palabras mi dolor y el dolor de nuestra patria”, se confiesa el personaje.
Algo que también estaba presente en “El reflejo de las palabras”, la anterior novela de Abdolah traducida al español. Allí, un analfabeto mudo, que se expresa por señas, copia la escritura cuneiforme de una cueva, relato de las hazañas de Ciro. A Ismail, el hijo del analfabeto, también lo llevan a Holanda los sucesos de la revolución de los ayatolas. Para él, también, la lengua ajena es la posibilidad -utópica- de transparencia, de visibilidad, de apertura, pero también, el lugar de la pérdida y la mutilación. Shabal, sin embargo, parece más resignado a su rol de lenguaraz, pero no menos dolorido que Ismail.
Y son palabras, esta vez del Corán, las que permiten que todo siga andando: cerrar el libro aunque el relato no haya concluido. O como dicen los viejos relatos persas: “nuestra historia se ha acabado pero el grajo todavía no ha llegado a su nido”.